Por: Julio Yovera
En Junio del 2000, Gerardo Cruz Saavedra Mesones, hasta entonces un absoluto desconocido en el escenario nacional, le dio el toque de humor a ese Congreso de políticos emergentes en mediocridad, con su frase: “Juro por Dios y por la plata”.
El lunes 6 de diciembre de 2010, en el diario Perú 21, Jaime Bylly, escribió lo siguiente:
“La pregunté cuánto ganaba el presidente del Perú… con esa plata no puedo mantener a mi familia…, le dije. Alan soltó una risotada y dijo: “No seas cojudo, la plata llega sola”.
Hace algunos días, una encuesta aplicada al ciudadano de a pie, indicaba que en el pensamiento común o “lógico”, cerca del 50 % era tolerante con los políticos que hurtan: “no importa que robe, pero que haga obra”, fue la opinión categórica de una población que amenaza con colocar esa frase como epitafio a la decencia.
La expresión es una manifestación de miseria no solo económica sino moral. La mayoría de los analistas se han lanzado a censurar la frase, a cuestionar ese enfoque pero casi nadie la ha analizado en su real dimensión y catadura. Como nadie tampoco ha recordado la frase feliz y vital de Alfonso Barrantes cuando fue alcalde de Lima: “los izquierdistas podemos meter la pata, pero no las uñas”.
La corrupción siempre existió en nuestra famélica sociedad. Basta leer el extenso tratado sobre la Historia de la Corrupción en el Perú, del estudioso lamentablemente fallecido Alfonso Quiroz, para decir, no como cliché sino como apreciación objetiva y dialéctica, que en nuestro país la corrupción es un fenómeno estructural e histórico, tanto así que el autor señala que los actos de corrupción pueden “rastrearse desde la época colonial”. De manera que la enfermedad es longeva y con una capacidad de sobrevivencia increíble.
Es, además, tan sólida que amenaza el futuro del país. Un hito de corrupción “histórico” en los últimos años es el gobierno de Fujimori; que elevó el robo desde el nivel de cleptomanía al nivel de cleptocracia, vale decir de la mala costumbre a la gestación de una “élite” basada en la práctica del hurto.
El robo del dinero de todos los peruanos es un delito. Quien lo cometa, de derecho, de centro o de izquierda, merece nuestro repudio. Eso debería estar claro para todos nosotros, pero no es así. Vemos, por ejemplo, que cuando roba un elemento vinculado a la derecha, nos ponemos duros (lo que está bien), pero cuando quien comete ese delito es una persona vinculada a la izquierda, nos ponemos blandos y permisivos, cuando debería ser todo lo contrario. La derecha ha hecho de la corrupción su lodazal y chiquero natural; si la izquierda la imita, ¿dónde está la diferencia?
De otro lado, escuchamos decir que la corrupción es inherente a los seres humanos. No estamos de acuerdo. Ese pensamiento es repudiable. Sucede que el modelo neoliberal, que tiene en la libertad absoluta su cima programática, es por concepción filosófica ajena a todo lo que es regulación y fiscalización. El ser humano no debe estar limitado por nada, por nadie, propone el liberalismo clásico; y el neoliberalismo arguye: en el logro de ese propósito, todo vale.
La amenaza de acabar con un clima social razonable e ir a brincos por el camino del exitismo, de la búsqueda al logro de aspiraciones desmedidas, se sostienen en el propio modelo, en la propia estructura de ideas y de “valores” que impone el neoliberalismo.
El sistema que nos impusieron hace ya cerca de dos siglos ha ignorado a los pueblos, éstos están postergados desde siempre, con necesidades embalsadas, con aspiraciones legítimas insatisfechas. Por eso es que no pocos llegan a la conclusión penosa que, no importa que las autoridades roben, con tal que hagan obra. Esa es la “buena” estrella de los candidatos como Castañeda y García, como los Fujimori y Toledo.
Cuánta razón tiene Mariátegui al decir: “que la política se elevaba cuando es revolucionaria”. Lo que hay hoy día no es política revolucionaria, lo que hay es clientelismo, achoramiento y política de acomodo y paliativa.
Aquí se pierde toda esperanza, sentenciaba el aviso que se exhibía a la entrada del círculo del infierno, en la obra del Dante. ¿Está perdida toda esperanza? No, pero debemos estar convencidos que hay que navegar a contracorriente, refundar la política, reeducarnos, recuperar la ética revolucionaria, darle al pueblo la condición de protagonista de su propio destino.
Solo así los traficantes no tendrán la oportunidad de medrar nunca más y quien le habrá puesto el epitafio al cadáver de la corrupción será la decencia. Llegará ese tiempo, independientemente que ahora un ladrón se apreste a gobernar nada menos que la capital de nuestra patria.