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Por: Manuel Guerra.
Es sabido que la burguesía peruana nunca logró afirmar la democracia liberal en el país. Sus debilidades de origen la incapacitaron para construir un Estado-Nación moderno, desarrollar el aparato productivo, garantizar la soberanía nacional, unificar a la diversidad que nos caracteriza. Las clases dominantes nativas, portadoras de una mentalidad apátrida y entreguista, optaron por convertirse en intermediarias y escuderas del capital foráneo, servir de cómplices del saqueo a nuestros recursos naturales, vivir de las migajas que les prodigan sus amos.
Las instituciones que teóricamente deberían garantizar el ejercicio de los derechos ciudadanos, resultaron versiones deformadas por el clientelaje, pervertidas por la corrupción, atrofiadas por la acción de caudillos y el tutelaje militar.
Situación que se agravó desde los años 90 del siglo pasado con la imposición del modelo neoliberal, cuyo camino estuvo allanado por el descalabro aprista, la insania terrorista de Sendero Luminoso, el derrumbe de Izquierda Unida, el repliegue del movimiento popular, el colapso de la ex Unión Soviética, entre otros factores. El fujimontesinismo fue el engendro que resultó de estas condiciones. Bajo su acción el modelo neoliberal avanzó en un camino de desinstitucionalización y destrucción del tejido social, a la par que se imponían los valores del capitalismo salvaje, y la actividad política sufría un proceso de degradación y envilecimiento, marcando una trayectoria de la que no pudieron sacudirse los gobiernos sucesivos, con la excepción del breve ejercicio de Valentín Paniagua.
En este esquema de gobierno, el Poder Judicial, en componenda con los servicios de inteligencia y los medios de comunicación comprometidos con los grupos de poder y vinculados a intereses de orden delictivo, se convirtió en un instrumento eficaz para perseguir opositores, legalizar el crimen y garantizar impunidad a los delincuentes adictos al régimen; el Parlamento en una cofradía de logreros y lobbystas; los ministerios en sucursales de las transnacionales y entidades donde se ponen en marcha grandes negociados que afectan los intereses nacionales y la vida de los peruanos. Esta descomposición moral se inoculó en el conjunto de instituciones públicas y privadas, afectando a gobiernos regionales y municipales, contagiando al conjunto de la sociedad. En este contexto ha crecido el narcotráfico y el crimen organizado, la violencia criminal que asola al país.
El golpe de Estado de 1992 y la promulgación de la ilegal Constitución fujimorista, terminaron siendo validados por los partidos de la derecha que en su momento se rasgaron las vestiduras aduciendo principios democráticos, y por los gobiernos de Toledo, Alan García y Humala. A este último, durante su asunción del cargo presidencial, se le ocurrió la payasada de juramentar por la Constitución de 1979; no obstante su naturaleza de Felipillo afloró en toda su dimensión, y no encontró mejor manera de demostrar su servidumbre a quiénes cortan el jamón, que enlodarse en las alcantarillas construidas por el fujimontesinismo.
A Pocos meses de un nuevo proceso electoral presidencial y parlamentario, tenemos un panorama desolador, donde los representantes de la derecha cavernaria, cual matarifes barraconeros, apelan al todo vale y se sacan los trapos sucios que son propalados y reproducidos hasta el hartazgo por el poder mediático. Sus disputas nada tienen que ver con el interés de resolver los grandes problemas nacionales, sino con cuál de ellos será el representante de la continuidad y profundización del actual modelo, y de paso aprovechar las posiciones de gobierno para obtener beneficios personales y de grupo.
A todos estos sectores les aterra la posibilidad que las fuerzas populares que representan un cambio de verdad a la situación existente, lleguen a posiciones de gobierno. Es clara su estrategia para conjurar este peligro. La fragmentación de la izquierda y el progresismo, su marginalidad política, así como la dispersión y debilidad del movimiento popular, representa la mayor ventaja para la derecha cavernaria, situación que siempre alentará, sacando provecho de la estrechez de miras que aquejan a no pocos de estos sectores. No solo eso. Las medidas que afianzan el autoritarismo, la ofensiva contra el movimiento popular, la persecución de dirigentes políticos y sociales, la manipulación mediática, son parte de esa estrategia, cuyo objetivo es la perpetuación del modelo en curso. La ofensiva contra las rondas campesinas, la prolongación de la ilegal detención de Gregorio Santos, la sucia campaña emprendida para difamar a los dirigentes de izquierda y sembrar discordias en el seno del pueblo, son eslabones de la cadena que mueve la derecha neoliberal para consumar sus planes.
La recuperación de la izquierda y el progresismo pasa por colocar en el centro de sus preocupaciones la voluntad de convertirse en la fuerza capaz de liderar los grandes cambios que requiere el país. Esto es lo que realmente importa. Implica asimilar una nueva cultura política, sacudiéndose de la influencia nociva del pensamiento neoliberal, cuyos valores han echado raíces y se han convertido en sentido común en el seno de la sociedad.
Las dificultades para construir un referente unitario tienen mucho que ver con que, más allá de las declaraciones líricas, muchos actores políticos y sociales del campo popular, aún no han logrado remontar el espíritu egoísta, individualista, estrecho, que se ahoga en ventajas pasajeras. Solo desde la amplitud de pensamiento, de cara a las masas, y colocando por delante los intereses de la patria y de las grandes mayorías, será posible construir un sujeto histórico, capaz de abrir el nuevo rumbo que requiere nuestra patria. Tenemos la oportunidad al frente. Los acontecimientos de los próximos meses revelarán hasta qué punto estuvimos dispuestos a asumir este compromiso.